ÉRASE UNA VEZ...UN POLÍTICO DE RAZA

10.02.2018 20:07

Esta es una historia sobre un político. Los personajes y hechos retratados en este artículo son completamente ficticios. Cualquier parecido con personas verdaderas o con hechos reales es pura coincidencia. 

 

Érase una vez un centro de trabajo de una Administración Pública que, como cualquier otro, estaba compuesto por funcionarios, personal laboral y algún cargo político. Los requisitos exigidos para desempeñar uno de sus puestos de mayor nivel y retribución, de acuerdo a la Relación de Puestos de Trabajo, eran dos:

 

  1. Ser desempeñado por un empleado público (funcionario).

 

  1. Acreditar una determinada titulación académica.

 

Por lo tanto, se trataba de un puesto dentro del organigrama con unas características perfectamente definidas, como corresponde a cualquiera dentro de la legalidad. Sin embargo, el político que lo ocupaba no cumplía ninguna de las condiciones señaladas. La usurpación ilegal de dicho puesto adscrito a un funcionario no era nueva, pues ya se había dado en la legislatura anterior por otro miembro del mismo gremio pero diferente partido, el cual sí cumplía la segunda condición, pero no la primera. El nombramiento en cuestión se enmarcó dentro de las condiciones exigidas por una determinada fuerza política para apoyar la investidura de otra en determinada institución. Nos encontrábamos pues ante un claro caso de la política como profesión y los partidos como agencias de colocación. 

 

Los partidos políticos habían descubierto un nicho para meter a su gente y lo estaban explotando a conciencia, tanto los de un signo como los de otro. La situación apareció en la prensa y, tras un breve periodo de actualidad, el justo para guardar las apariencias, pasó al olvido mediático. A ninguna fuerza política le interesaba que se supiera demasiado sobre los regates a la legalidad que hacen los partidos para conseguir puestos para los suyos, práctica que, tristemente, parece habitual en los cambios de gobierno en nuestras instituciones democráticas.

 

Como era poca cosa no ser empleado público ni tener la titulación requerida, el político que nos compete tampoco cumplía los horarios correspondientes al puesto en cuestión, pues tenía permiso para ausentarse un día laborable cada semana, es decir, que de cada siete días trabajaba cuatro en vez de los cinco tradicionales. Un día por semana menos a lo largo de 46 semanas (las 52 de un año natural quitando las 6 de sumar vacaciones y moscosos) a una media de 8 horas cada día daba lugar a 368 horas menos de trabajo en cada anualidad. Creo que estas cifras son suficientes para entender la gravedad de la situación.

 

Y no sólo eso, en la pedrea del cambio de gobierno, a nuestro querido político también le tocó otro puesto en el consejo de administración de una empresa pública, otra veta donde meter a los compañeros que no han encontrado acomodo y a los que no se puede dejar en la calle. Esto ni siquiera fue noticia en los medios de comunicación, parecía asumido que estos puestos estaban destinados a este tipo de gente, lo cual era más que preocupante.  

 

Fuera de estas nimias ventajas y el esfuerzo que implica compatibilizar dos puestos, nuestro protagonista sí era tratado como sus “compañeros” funcionarios del centro de trabajo a la hora de cobrar lo establecido en la RPT y disfrutaba de los mismos días de vacaciones y asuntos particulares (días por antigüedad al margen). Así era la vida, unos se lo tenían que ganar con esfuerzo y sacrificio mientras otros eran bendecidos por las más altas instancias. Unos debían acreditar sus conocimientos y capacidades mientras a otros les bastaba con entrar de jóvenes en un partido y escalar hacia el poder, convirtiéndose en adelante en miembros de una raza especial, los políticos.

 

Ahora, si hacéis un esfuerzo, meteos en la piel de los empleados públicos de dicho centro de trabajo que pasaban a ser subordinados de nuestro político ¿Cómo asumir el desprecio y la tomadura de pelo de la clase política hacia los funcionarios? ¿Cómo acoger a este señor metido con calzador en un puesto al que no debería tener acceso? La situación se las traía, pero no les cupo otra que tragar y aceptarlo, por muy injusto e insultante que fuera. Cuando los elegidos para defender la legalidad se la saltaban impunemente en su beneficio, ¿qué podía hacer un simple funcionario? La acogida fue correcta, como si se hubiese tratado de un verdadero funcionario que se hubiese ganado estar en ese puesto superando un proceso selectivo y acreditando un nivel de estudios.

 

El personaje de esta historia y los de otras similares en esta y otras Administraciones Públicas, se veían legitimados a esta prebendas y, si les preguntaban, aducían que ellos no fueron los primeros, que hubo antes que ellos otros que abrieron brecha. Que si otro partido lo hizo, ¿por qué no ellos? Como dice el refrán, piensa el ladrón que todos son de su condición, por eso cuando surgió la polémica por esta historia apenas existió debate político ni acusaciones, porque los miembros de este gremio, los políticos de raza, es decir, los políticos profesionales, parece que tienen derecho a tener un puesto de por vida, sea cual sea (y no cualquiera, eso por descontado), en la Administración.

 

Esta historia me sirve para sugerirle a los profesionales de la política que, si desean ser empleados públicos, tienen un camino claramente delimitado. Primero, echar la instancia en plazo, antes y después, estudiar mucho durante un tiempo (generalmente no corto), luego presentarse a uno o varios procesos selectivos y, finalmente, aprobar y sacarse una plaza en la Administración. Si tanto desean ser funcionarios, que se lo ganen de verdad y no tomen atajos ilegales para conseguirlo.